jul 082011
 

Memória 11 de julio

P. Juan Croisset, S.J.

San Benito, tan célebre en todo el orbe cristiano, luz del desierto, apóstol del monte Casino, restaurador de la vida monástica en el Occidente, uno de los más ilustres y de los mayores santos de la Igle­sia, nació por los años de 480 en las cercanías de Nursia, del ducado de Espoleto. Su nobilísima casa, una de las más distinguidas de Ita­lia, se hacía respetar en toda ella, así por sus enlaces como por su grande riqueza. El padre, que se llamaba Eupropio, se cree que fue de la casa de los Anicios, y su madre, llamada Abundancia, era condesa de Nursia. San Gregorio, que escribió la vida de nuestro Santo, dice que no sin misterio le llamaron Benito, por las grandes bendi­ciones con que le previno el Señor desde su nacimiento.

Nada hubo que hacer en inclinarle á la piedad, porque las prime­ras lecciones que se le dieron hallaron ya un corazón formado para la virtud. Desde luego se descubrió en él un buen ingenio, nobles in­clinaciones, un natural tan dócil y tales señales de devoción, que á los siete años de su edad le enviaron sus padres á Roma para que se criase en aquella corte á vista del Papa Félix II, que también se cree haber sido de la misma familia.

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Hizo asombrosos progresos en las ciencias humanas por espacio de siete años que se dedicó á ellas; pero fueron mucho más asombrosos los que hizo en la ciencia de la salvación. Ya desde entonces se mi­raba como especie de prodigio su frecuente oración, su inclinación al retiro, su circunspección y las penitencias que hacía en una edad que sólo toma gusto á las diversiones y á los entretenimientos.

Pero sobre todo sobresalía en Benito la tierna devoción que profe­saba á la Madre de Dios. Venérase todavía en el oratorio de San Be­nito de Roma la imagen de la Santísima Virgen, en cuya presencia pasaba muchas horas en oración todos los días; y asegura el beato Alano que delante de ella recibió del Cielo extraordinarios favores.

Habiendo observado las licenciosas costumbres de los jóvenes de su edad y de su esfera, y conociendo los grandes peligros á que es­taba expuesta su salvación quedándose en el mundo, resolvió buscar seguro asilo á su inocencia en el retiro del desierto, y, lleno del espí­ritu de Dios que le guiaba, salió de Roma, siendo de solos quince años; llegó cerca de una aldea llamada Afilo, donde, habiendo hecho un milagro con el ama que le había criado y no había querido apar­tarse de él, halló medio para escaparse secretamente de ella, y por sendas descaminadas se fue á esconder en el desierto de Sublago, á quince leguas de Roma.

Todo conspira á inspirar horror en aquella soledad: los peñascos escarpados, cuyas puntas se escondían á la vista; los precipicios es­pantosos, y un terreno seco, estéril é infecundo; pero el animoso Be­nito halló en ella dulces atractivos. Habiéndole encontrado cierto monje llamado Romano, le preguntó qué buscaba por aquellos de­siertos, y respondióle Benito que un sitio donde sepultarse en vida para no pensar más que en Dios; admirado Romano, le enseñó cierta gruta abierta en una roca, parecida á una sepultura. En ella se en­terró Benito, y Romano le trajo de su monasterio un hábito de mon­je, cuidando también de traerle algunos mendrugos de pan una vez á la semana.

No se pueden comprender las excesivas penitencias que hizo aquel esforzado joven, hé­roe de la religión cristiana, desde los primeros pasos de su penosa carrera. Su ayuno era con­tinuo, su oración casi perpetua, y co­mo si no bastase para mortificación de aquel cuerpecito tierno y delicado no tener más cama que la dura peña, ni apenas otro ali­mento que insípidas y agrestes raíces, se echó á cuestas un áspero cilicio, de que no se desnudó en toda la vida.

Estremecióse el Infierno al ver tan­tas virtudes en el jo­ven solitario, y des­de luego comenzó el enemigo común á valerse de todo género de artificios para desalentarle. Dio principio  á la batalla haciendo pedazos una campanilla pendiente de una cuerda larga, con que Romano prevenía á Benito para que acudiese á reco­ger los mendrugos de pan que le descolgaba; pero la caridad, que es ingeniosa, halló arbitrio para continuar en su ejercicio. A esto se siguieron ruidos, fantasmas y otras cien estratagemas, que, habién­dolos experimentado igualmente inútiles, acudió por último recurso á la tentación más vehemente, y también más peligrosa.

Burlábase Benito, lleno de confianza en Jesucristo, de todos los vanos esfuerzos del demonio, cuando la memoria ó la imagen de una doncella que había visto en Roma se le imprimió tan vivamente en la imaginación, le inquietó tanto y le apuró con tal vehemencia, que para librarse de ella se desnudó el santo joven con animoso de­nuedo, y, corriendo á arrojarse entre una espinosa zarza, en ella se revolcó hasta que el extremo dolor que sentía mitigó del todo los ímpetus del deleite con que el tentador había querido derribarle. Quedó para siempre vencido y avergonzado el espíritu impuro, y premió el Cielo la generosa fidelidad de su siervo concediéndole el singular privilegio de que no volviese á experimentar en adelante semejantes tentaciones.

Hacía tres años que Benito vivía en el desierto, más como ángel que como hombre, cuando quiso el Señor darle á conocer al mundo.  A legua y media de su gruta ó de su cisterna habitaba un santo clérigo que en la víspera de Pascua había hecho disponer comida algo más abundante para el día siguiente, en honor de tanta festivi­dad. Aquella noche se le apareció el Señor en sueños, y le dijo que al otro día buscase á su siervo en el desierto y le llevase de comer; hízolo así el buen sacerdote, y quedó atónito cuando se halló con un mancebo tan delicado y vio la espantosa penitencia que hacía; y sin poderse contener, publicó lo que había visto; siendo ésta la ocasión de que comenzase la fama de Benito á divulgarse y hacer ruido en el mundo.

Murió por este tiempo el abad del monasterio de Vicovarre, entre Sublago y Tívoli; y habiendo nombrado los monjes á Benito por superior suyo, aunque se resistió cuanto pudo, alegando muchas razo­nes, no fue oído y le obligaron á encargarse del gobierno del mo­nasterio. Pero apenas comenzó el santo abad á querer enderezarlos por el camino estrecho de su profesión, cuando se arrepintieron de: la elección que habían hecho, negáronle la obediencia y aun inten­taron quitarle la vida con veneno que le echaron en la bebida; mas, al tiempo de sentarse el Santo á la mesa, echó la bendición como acostumbraba, y al punto se hizo pedazos el vaso que contenía el veneno.

Conociendo Benito la perversa intención de aquellos monjes, y pi­diendo á Dios los perdonase, renunció la abadía y se volvió á retirar á su amada soledad, aunque no estuvo solo mucho tiempo; porque á la fama de su rara santidad, concurrió de todas partes tan prodi­gioso número de gente con deseo de entregarse á su dirección y go­bierno, que sólo en el desierto de Sublago fundó doce monasterios, dándoles la regla que acababa de componer, dictada, digámoslo así, por el Espíritu Santo.

Creciendo cada día la reputación de su virtud, venían á verle y á consultarle los más autorizados senadores de Roma, entre los cuales Tertulo trajo consigo á su hijo primogénito Plácido, de edad de siete años, y Equicio á Mauro, que tenía doce, rogando á Benito que se encargase de educarlos. Aplicóse á ello con tanto cuidado, que en poco tiempo, de aquellos dos queridos discípulos suyos, hizo dos grandes santos, habiendo Plácido derramado su sangre por Jesucristo, y siendo Mauro como el segundo fundador de la religión benedictina en el reino de Francia.

No hay virtud sin persecución. Gobernaba la parroquia inmediata al desierto de Sublago un mal sacerdote llamado Florencio, que, no pudiendo sufrir tan heroicos ejemplos de virtud, como muda repren­sión de los desórdenes secretos de su estragada vida, no contento con desacreditar cuanto podía el nuevo instituto, ni con perseguir al padre y á los hijos, intentó con diabólicos artificios armar infames lazos á la pureza de los monjes. Juzgó el Santo que dictaba la pru­dencia ceder á la tempestad; y desamparando el desierto de Subla­go se fue al monte Casino, donde el Cielo le tenía prevenida una mies más abundante y donde, á título de fundador de una religión tan célebre entre todas las que ilustran á la Iglesia del Señor, había de añadir el de apóstol.

Habíanse como atrincherado entre las inaccesibles montañas del Casino algunas miserables reliquias de paganismo, adorando impu­ne y públicamente al dios Apolo, en cuyo honor se conservaba un templo y algunos bosques sagrados á vista de la misma Roma cris­tiana. Encendido Benito de aquel espíritu que anima y forma los héroes del Evangelio, ataca á la idolatría en sus mismas trincheras, derriba el templo, hace pedazos el ídolo, abrasa los bosques consa­grados á las mentidas deidades, levanta sobre las mismas ruinas del templo y del altar dos capillas, una en honra de San Juan Bautista y otra en la de San Martín, y en pocos días convierte á la fe á todos aquellos pueblos.

Armóse, dice San Gregorio, todo el Infierno junto para detener las rápidas conquistas de nuestro Santo. Espectros horribles, aullidos espantosos, terremotos, amenazas, incendio, granizo, piedra, de todo se valió el enemigo de la salvación; pero de todo inútilmente. Sobre la eminencia de aquella montaña fundó Benito el famoso mo­nasterio de Monte Casino, venerado siempre como solar y centro de aquella célebre religión que brilla tanto en la Iglesia de Dios más ha de mil doscientos años, habiendo dado á los altares más de tres mil santos, á las diócesis un número casi infinito de insignes prelados, al Sacro Colegio más de doscientos cardenales, á la Silla Apostólica cuarenta sumos pontífices, donde hasta el día de hoy se admiran y se veneran en las célebres congregaciones de Cluni, de Monte Casino, de San Mauro, de San Vanes, de San Columbano (sin que á ninguno ceda la de España é Inglaterra), tan grandes ejemplos de virtud y escritores tan hábiles y tan sobresalientes en todo género de letras.

Aun no se había acabado el nuevo monasterio, cuando fue menes­ter levantar otros muchos, siendo éste el tiempo en que San Benito, compuso, ó á lo menos perfeccionó aquella santa regla, cuya pru­dencia, sabiduría y perfección alaba tanto San Gregorio, habiendo merecido no sólo la aprobación, sino el respeto de toda la Iglesia.

Movida Santa Escolástica, hermana de San Benito, así de los grandes ejemplos de virtud como de las maravillas que obraba el Señor por medio de su santo hermano, determinó dejar el mundo; y encerrándose con otras doncellas en un monasterio distante algunas leguas de Monte Casino, fue también, con la dirección de nuestro Santo, fundadora de la vida monacal en el Occidente, respecto de las mujeres.

No es fácil referir todo lo que hizo Benito los trece ó catorce años que vivió en Monte Casino, ni todos los prodigios que se dignó Dios obrar por su ministerio. No sólo poseía el don de milagros, sino que lo comunicaba á sus monjes, como lo experimentó Mauro, que se metió por una laguna, sin hundirse en ella, á sacar á San Plácido por orden de su maestro.

De todas partes concurrían tropas de gente á venerarle. Y desean­do Totila, rey de los godos en Italia, conocer á un hombre de quien publicaba la fama tantas maravillas, vino á verle; pero al mismo tiempo, para probar si estaba dotado del don de profecía que tanto se celebraba, mandó á un caballerizo suyo que se vistiese de los adornos reales y de todas las insignias de la majestad; mas luego que Benito le vio con aquel equipaje, le dijo con dulzura: Deja, hijo mío, esas insignias que no te convienen, y no te finjas el que no eres. Asombrado Totila de la maravilla, corrió á arrojarse á los pies del Santo, á los que estuvo postrado hasta que Benito le levantó; y ha­biéndole reprendido respetuosamente los horribles estragos que ha­bía hecho en Italia, le pronosticó cuanto le había de suceder por espacio de nueve años, exhortándole á convertirse, y diciéndole que al décimo iría á dar cuenta á Dios de toda su vida. Verificó el suceso toda la profecía del Santo, y, procediendo Totila en adelante con ma­yor moderación y humanidad, no cesaba de publicar la virtud del siervo de Dios.

Siendo San Benito la admiración de todo el mundo, y respetándole los sumos pontífices, los emperadores y los reyes como el asombro de su siglo, vivía en el monasterio como si fuera el último de los mon­jes. Sólo se valía de su autoridad para ejercitarse en los oficios más humildes, y para exceder en mucho la austeridad de la regla. No obstante que el Señor parece había puesto debajo de su dominio á todo el Infierno, y que la misma muerte le obedecía, era, con todo eso, humildísimo, teniéndose por el más mínimo de todos los monjes, y acreditando con su proceder que así lo creía. Pronosticó el día de su muerte, y se dispuso para ella con nuevo fervor y ejercicios de penitencia. Seis días antes mandó abrir la sepultura; y, en fin, el sá­bado antes de la Dominica de Pasión, á los 21 de Marzo del año 543, siendo de solos sesenta y tres años no cumplidos, pero consumido de los trabajos y mortificaciones; lleno de méritos, y logrando el con­suelo de ver extendida su religión en Sicilia por San Plácido, en Francia por San Mauro, y en España, Portugal, Alemania y hasta en el mismo Oriente por otros discípulos suyos, rindió tranquilamen­te el espíritu en manos de su Criador, en la misma iglesia de Monte Casino, donde se había hecho conducir para recibir el Santo Viático.

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En el mismo punto que expiró, dos monjes que vivían en dos monasterios muy distantes vieron un camino muy resplandeciente que daba principio en Monte Casino y terminaba en el Cielo, y al mismo tiempo oyeron una voz que decía: Este es el camino por donde Beni­to, siervo amado de Dios, subió á la Gloria. El cuerpo del Santo estuvo por algunos días expuesto á la veneración de sus hijos y de todo el pueblo, y después fue enterrado en la sepultura que él mis­mo había mandado abrir, donde se conservó hasta el año 580, en que fue destruido el monasterio de Monte Casino por los lombardos, como lo había profetizado el mismo Santo, quedando sepultadas en­tre sus ruinas aquellas preciosas reliquias. Dícese que el año 660, habiendo pasado á visitar el Monte Casino San Algulfo por orden de San Momol, segundo abad del monasterio de Fleuri, llamado hoy San Benito sobre el Loyva, tuvo la dicha de desenterrar aquel teso­ro, y, trayéndole á Francia, le colocó en su monasterio, donde se tiene con singular veneración, honrando el Señor las sagradas reli­quias con los innumerables milagros que hace cada día.

jul 072011
 

História de São Bento de Núrsia – O varão do qual nasceu uma civilização

Deus o chamou para ser o “grande patriarca do monaquismo ocidental”. A ordem por ele fundada fez nascer das ruínas do Império Romano a cultura e a civilização européias.

Pe. Pedro Morazzani Arráiz, EP

O orgulhoso e outrora invicto Império Romano dissolvia-se devastado pelas hordas avassaladoras dos invasores bárbaros. Tudo cedia diante deles: exércitos, muralhas, instituições e costumes eram varridos pela maré montante dos novos dominadores.

“O navio afunda!” — exclamava São Jerônimo, que escreveu com tristeza ao receber a notícia da queda de Roma: “A minha voz se extingue; os soluços embargam-me as palavras. Está tomada a ilustre Capital do Império!”

A civilização parecia se desfazer num dramático ocaso sem esperança.

Entretanto, uma estrela luzia nessa escuridão desconcertante, indicando o verdadeiro rumo dos acontecimentos: na cidade de Hipona cercada pelos vândalos, Santo Agostinho escrevia “A Cidade de Deus”, proclamando que o mundo nascido do paganismo soçobrava irremediavelmente, e a Cidade de Deus — a Santa Igreja Católica — não apenas jamais seria destruída, mas sempre triunfaria sobre qualquer adversidade.

Que meios, porém, e que homens utilizaria Deus para desse caos fazer emergir a ordem e o esplendor?

Vocação do varão providencial

Nos tempos evangélicos, o Divino Mestre chamara obscuros pescadores para serem as colunas de sua Igreja. Agora o Espírito Santo escolhia um jovem para renovar essa sociedade convulsionada e instaurar uma nova civilização.

No entanto — oh, paradoxo! — esse rapaz, cujo nome era Bento, nascido de nobre família da Núrsia, em 480, sentiu em si o apelo do Senhor para O seguir no silêncio e na solidão.

Seus pais o enviaram a Roma para estudar. Mas logo percebeu ele que, para corresponder ao sobrenatural desejo que ardia em seu coração, não podia permanecer naquele mare magnum, misto de barbárie e cultura romana decadente.

Assim, na flor da juventude e sem nunca ter manchado sua inocência batismal, abandonou casa, haveres e estudos, e partiu à procura dum lugar ermo onde pudesse adquirir o conhecimento e o amor de Deus.

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“Desejava mais os desprezos que os louvores do mundo”

A cidade de Enfide (atual Affile), a cerca de 50 quilômetros de Roma, foi o local escolhido para o seu recolhimento. Ali se instalou com sua antiga governanta, que lhe prestava os serviços domésticos.

Um pequeno incidente caseiro foi ocasião para o seu primeiro milagre. Encontrou certo dia a governanta chorando porque, por descuido, deixara quebrar um crivo de argila que havia pedido emprestado a uma vizinha para limpar trigo. Compadecendo-se dela, Bento tomou os pedaços do crivo, pôs-se em oração e ele se reconstituiu de forma tão perfeita que nem se notava sinal algum de fratura.

Logo se espalhou a notícia desse milagre, trazendo-lhe muita fama. Ele que, segundo relata o Papa São Gregório Magno, “desejava mais os desprezos que os louvores deste mundo”, fugiu da casa de Enfide, indo procurar refúgio num lugar solitário chamado Subiaco, onde se alojou numa minúscula gruta.

Uma grande tentação, uma vitória definitiva

A caminho de Subiaco, ele encontrou-se com Romano, monge que vivia num mosteiro próximo dali. Em determinados dias, Romano fazia descer por uma corda um pedaço de pão até a gruta de Bento. Durante certo tempo, foi esta a única fonte de alimentação do jovem ermitão. Em breve, porém, tornou-se ele conhecido na região, e muitas pessoas, vindo procurar nutrimento para suas almas, traziam-lhe alimento para seu corpo.

Nesse período, sofreu o jovem as mais duras tentações diabólicas. Fortemente provado em certa ocasião contra a virtude da pureza, viu-se a ponto de ceder e até mesmo abandonar sua solidão. Ajudado, porém, pela graça divina, reagindo, despojou-se de sua vestimenta e se atirou numa moita de espinhos e urtigas, na qual se revolveu durante longo tempo. Saiu com o corpo todo ferido, mas com a alma livre da tentação.

Tentativa de envenenamento

Nos três anos em que passou nesse lugar em completo isolamento, espalhou-se a fama de sua santidade. Tendo falecido o abade de um mosteiro existente por perto, os monges vieram pedir-lhe para assumir esse cargo. De início, Bento recusou, porém, ante a grande insistência dos religiosos, acabou por aceitar. Em pouco tempo, contudo, esses tíbios monges — arrependidos de terem escolhido por superior um homem que lhes exigia o caminho da perfeição — decidiram matá-lo, pondo veneno no seu vinho. O Santo traçou um grande sinal-da-cruz sobre a jarra de cristal que lhe foi apresentada e esta se despedaçou.

Compreendendo bem o que isso significava, Bento abandonou no mesmo dia o mosteiro de monges relaxados e regressou à estimada solidão de sua gruta.

Nasce a Ordem Beneditina

Atraídos pelo brilho de suas virtudes e a fama de seus milagres, muitos varões sedentos de sobrenatural foram para junto da gruta para viverem sob sua direção. Formaram-se, assim, sucessivas comunidades. Ao todo, São Bento erigiu ali doze mosteiros, escolhendo um abade para cada casa.

Estava fundada a Ordem Beneditina.

Nessa época, Subiaco começou a ser visitada por pessoas importantes de Roma que traziam os filhos para serem educados segundo o espírito beneditino. Dentre estes, o Santo abade recrutou dois de seus melhores discípulos: São Mauro e São Plácido.

Grande taumaturgo

Deus concedeu com largueza a seu servo o dom dos milagres.

O abastecimento de água de três dos mosteiros construídos sobre alta montanha acarretava grandes trabalhos aos monges. Estes foram pedir-lhe para se mudarem. Nessa noite, Bento rezou nesse local durante bom tempo e, antes de descer, marcou um ponto com três pedras. No dia seguinte disse àqueles monges:

— Ide e cavai no rochedo onde encontrardes três pedras superpostas.

Feito isso, de lá brotou água que jorra em abundância até hoje.

Bento havia aceitado como monge um homem godo “pobre de espírito”. Certo dia, deu-lhe por missão desbastar o mato à beira do lago para ali plantar uma horta. O homem cortava com vigor o matagal quando a foice desprendeu-se do cabo e caiu no lago, num lugar profundo. Aflito, foi ele confessar a São Mauro sua “falta”. Bento, posto a par do sucedido, foi ao local e enfiou na água a ponta do cabo. Nesse momento a foice subiu do fundo do lago e prendeu-se de novo no cabo.

— Toma, trabalha e não te aflijas mais — disse o santo Abade ao monge.

Muitos outros milagres operou Deus por intermédio de seu fiel servidor. Ele curou doentes, salvou pessoas de perigos, expulsou demônios, fez um monge andar sobre as águas, e até ressuscitou um menino morto.

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“Eu estava presente…”

Outro dom singular que aprouve ao Senhor conceder-lhe é o de estar presente em espírito junto a seus filhos espirituais, onde fosse necessária sua vigilância de Pai e Fundador. Dois episódios ilustram bem esse prodigioso privilégio.

Prescrevia a regra que os monges nada comessem nem bebessem quando saíssem do mosteiro para cumprir alguma incumbência. Um dia dois monges, tendo ficado fora até muito tarde, aceitaram hospitalidade de uma piedosa mulher que lhes serviu alimento e bebida. Voltando ao mosteiro, foram pedir a bênção a São Bento, que os interpelou:

— Onde comestes?

— Em nenhum lugar — responderam eles.

— Por que mentis? Acaso não entrastes na casa de tal mulher e ali comestes tal e tal coisa, e bebestes tantas vezes?

Os dois culpados prostraram-se a seus pés e lhe pediram perdão.

Havia perto de Subiaco uma comunidade de virtuosas mulheres consagradas ao serviço do Senhor, às quais o Santo enviava com freqüência um monge para lhes dar assistência espiritual. Certo dia, o monge encarregado dessa missão aceitou de presente delas alguns lenços e os escondeu sob o hábito, em seu peito. Regressando ao convento, foi severamente repreendido por São Bento e ficou estupefato pois, tendo já se esquecido da falta cometida, não atinava com o motivo da repreensão. Então o santo Abade lhe disse: “Acaso não estava eu presente quando recebeste das servas de Deus os lenços e os guardaste em teu peito?”

Alvo de perseguições

Em todos os tempos e lugares, é próprio dos Santos serem alvo da incompreensão e do ódio dos asseclas do demônio. O sacerdote de uma igreja próxima de Subiaco, tomado de inveja, começou a denegrir o gênero de vida de Bento, procurando afastar de sua santa influência todos que podia. Vendo frustrados seus esforços, enviou de presente a Bento um pão envenenado, com o fito de matá-lo. Fracassado também este intento, chegou ao cúmulo de introduzir no jardim do mosteiro sete mulheres de má vida, com esperança de corromper os jovens monges.

Compreendendo que tudo isso era feito com intuito de persegui-lo pessoalmente, Bento nomeou prepostos seus em cada um dos doze mosteiros que havia fundado, e retirou-se de Subiaco.

Monte Cassino, o caminho para a restauração

Dirigiu-se então a Cassino, uma cidadezinha fortificada a meio caminho entre Roma e Nápoles. Havia lá um templo pagão no qual camponeses da região rendiam culto a Apolo. Ao redor do templo, mantinham eles cuidadosamente alguns bosques nos quais ofereciam sacrifícios ao demônio. Ali chegando, o homem de Deus destruiu o ídolo, abateu os bosques e transformou o edifício em igreja erguendo nela um oratório a São João Batista e outro a São Martinho de Tours.

Em seguida, deu início à construção do famoso mosteiro de Monte Cassino, o qual teve por único arquiteto o santo Abade e como construtores os próprios monges.

O mosteiro de Monte Cassino foi a resposta de Deus à decadência do mundo de sua época. Exemplo de governo patriarcal e de sociedade verdadeiramente cristã, em meio às nações bárbaras, exerceu enorme influência sobre os costumes privados e públicos, tanto na ordem espiritual quanto na temporal. Bispos, abades, príncipes e homens de todas as classes visitavam o Santo, seja para lhe pedir um conselho, seja pela amizade e estima que tinham por ele. Potentados da época, às vezes depois de conquistas e vitórias, iam com freqüência refugiar-se secretamente em Monte Cassino para se embeberem um pouco do espírito beneditino.

Descobriu-se, assim, após o desmoronamento do Império Romano, o caminho para a renovação.

A Regra dos Monges

Enquanto erguia o edifício do novo mosteiro, São Bento erigia interiormente a Obra beneditina sobre uma base mais firme que a rocha, escrevendo sua inspirada e famosíssima Regra dos Monges. Tem ela por objetivo desprender o coração humano das trivialidades, facilitando à alma elevar-se a Deus sem obstáculos, com um proceder sempre sereno, tendo em vista a vida eterna. Com seu conhecido aforismo “Ora et labora” (Reza e trabalha), a Regra tem o mérito de harmonizar no monge a oração e a ação, a ascese e a mística.

A Regra escrita por São Bento produziu benéficos frutos em toda a Cristandade. Este sábio conjunto de normas vigorou quase com exclusividade nos mosteiros de Ocidente durante oito séculos.

A santidade e o espírito valem mais que a Regra

Entretanto, mais que a Regra, foram a santidade e o espírito de seu Fundador que deram à Ordem Beneditina a estabilidade, a força de expansão e a eficácia da sua ação civilizadora. Inspirados pela busca da perfeição na obediência, no esplendor da liturgia, no primor do canto gregoriano e no amor à beleza posta a serviço de Deus, os filhos de São Bento exerceram um papel fundamental na cultura, nos costumes e nas instituições das nações que formaram a Cristandade medieval.

A Ordem de São Bento teve um extraordinário surto de desenvolvimento a partir do século X, com a fundação da Abadia de Cluny. No seu apogeu, 17 mil mosteiros estavam subordinados a ela. Nações inteiras foram convertidas à Fé cristã pelos discípulos do santo Patriarca. Muitas famosas universidades — Paris, Cambridge, Bolonha, Oviedo, Salamanca, Salzburgo — nasceram como desdobramentos de colégios beneditinos. Inúmeros mártires deram valorosamente a vida pronunciando o nome de seu Fundador. Plêiades de cardeais, bispos e santos doutores tinham-no por mestre. Mais de 30 papas seguiram sua inspirada Regra. Finalmente, há 1500 anos, incontáveis almas se consagram a Deus sob a égide de sua santa Instituição.

Pode-se, pois, com toda propriedade, comparar ao grão de mostarda da parábola do Divino Mestre a Obra do Pai do Monaquismo Ocidental: “É esta a menor de todas as sementes, mas, quando cresce, torna-se um arbusto maior que todas as hortaliças, de sorte que os pássaros vêm aninhar-se em seus ramos” (Mt 13,32).

Morreu de pé, como valente guerreiro

O santo Abade anunciou com meses de antecedência a data de sua morte. Seis dias antes, mandou preparar a sepultura. Logo foi atacado por violenta febre. Como a enfermidade se agravava cada vez mais, no dia anunciado fez-se conduzir ao oratório onde, fortalecido pela recepção da Santíssima Eucaristia e apoiado nos braços de seus discípulos, morreu de pé com as mãos levantadas aos Céus e os lábios pronunciando a última oração.

Era o dia 21 de março de 547. Foi enterrado no local onde havia outrora edificado o oratório de São João Batista, em Monte Cassino.

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A última visita de Santa Escolástica

Escolástica, fundadora do ramo feminino da Ordem Beneditina, era irmã gêmea de São Bento e estava desde a infância consagrada a Deus. Todo ano ela lhe fazia uma visita para conversarem sobre os assuntos relativos à vida eterna. O santo Abade a recebia numa casa pertencente ao Mosteiro de Monte Cassino, situada não longe dali.

No ano da partida da Santa para o Céu (547), veio ela como de costume, e seu santo irmão foi encontrá-la na mencionada casa, acompanhado de alguns de seus discípulos. Passaram todo o dia em elevados colóquios, os quais se prolongaram até uma hora avançada da noite. Pressentindo que estava próximo o dia de sua morte, Escolástica disse a seu irmão:

— Suplico-te que não vás agora, para podermos conversar até amanhã sobre as alegrias da vida celestial.

— Que me dizes, irmã?! De modo algum posso passar a noite fora do mosteiro!

Ante essa resposta, a Santa apoiou nas mãos a cabeça e rezou durante alguns instantes. Até então, o céu estava plácido e límpido. Quando, porém, ela levantou a cabeça, desabou uma chuva torrencial, com relâmpagos e trovões tão violentos que o Abade e seus discípulos não podiam sequer pensar em sair da casa.

— Que Deus todo-poderoso te perdoe, irmã! O que fizeste?

— Supliquei a ti e não quiseste atender-me. Roguei ao meu Senhor e Ele ouviu-me. Agora sai, se podes, e regressa ao mosteiro…

São Bento compreendeu que deveria conceder por força aquilo que, por amor à Regra, ele não tinha querido dar voluntariamente. E assim passaram em vigília toda aquela noite, discorrendo sobre a vida espiritual.

Três dias depois, estando recolhido em sua cela, São Bento viu a alma de Santa Escolástica sair do corpo em forma de uma pomba e elevar-se ao Céu. Comunicou o fato aos monges e enviou alguns deles para buscar aquele santo cadáver, o qual foi depositado no sepulcro que ele havia preparado para si próprio.

“Assim, nem sequer a sepultura pôde separar os corpos daqueles cujas almas haviam permanecido sempre unidas no Senhor”— conclui São Gregório Magno na sua obra “Vida de São Bento”.

Fundamental para a unidade da Europa

Ao explicar as razões pelas quais escolheu o nome Bento, assim se expressou o Santo Padre, na primeira Audiência Geral do pontificado, em 27 de abril:

O nome Bento recorda também a extraordinária figura do grande “Patriarca do Monaquismo Ocidental”, São Bento de Núrsia, co-padroeiro da Europa juntamente com os santos Cirilo e Metódio e as mulheres santas, Brígida da Suécia, Catarina de Sena e Edith Stein. A expansão progressiva da Ordem Beneditina por ele fundada exerceu uma influência enorme na difusão do Cristianismo em todo o Continente. Por isso São Bento é muito venerado também na Alemanha e, em particular, na Baviera, a minha terra de origem; constitui um ponto de referência fundamental para a unidade da Europa e uma forte chamada às irrenunciáveis raízes cristãs da sua cultura e da sua civilização.

Deste Pai do Monaquismo Ocidental conhecemos a recomendação deixada aos monges na sua Regra: “Nada anteponham absolutamente a Cristo” (Regra 72, 11; cf. 4, 21). No início do meu serviço como Sucessor de Pedro peço a São Bento que nos ajude a manter firme a centralidade de Cristo na nossa existência. Que ele esteja sempre no primeiro lugar nos nossos pensamentos e em cada uma das nossas atividades!