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São Bento de Núrsia

São Bento de Núrsia (480-547) fundador da Ordem dos Beneditinos, hoje uma das maiores ordens monásticas do mundo, foi o autor “Regra de São Bento”, um dos mais importantes documentos utilizados como regulamento da vida monástica, fonte de inspiração de outras comunidades religiosas ao longo da História (LLORCA, Bernardino et al. Historia de la Iglesia Católica. 7 ed. Madrid: BAC, 2009. p. 615; COLOMBÁS et alia. San Bento, su vida y su regla. Madrid: Bac, 1954. p. 124).

Sua Regula Monasteriorum, escrita em latim, conta com 73 capítulos e um prólogo, foi retomada por São Bento de Aniane (século IX) antes das invasões normandas; que a estudou e codificou, dando origem a sua expansão por toda Europa carolíngia, pois a regra de São Bento é uma normatização da vida monástica mais completa e abrandente que as anteriores (ROPS, Daniel. A Igreja dos Tempos Bárbaros. Trad. Emérico da Gama. São Paulo: Quadrante, 1991).

Através da Ordem de Cluny e da centralização de todos os mosteiros que utilizavam a Regula, o modelo de São Bento foi adquirindo grande importância na vida religiosa européia durante a alta Idade Média. Como será considerado, seu exemplo fez surgiu nos séculos subsequentes diversas reformas, as quais buscavam recuperar um regime beneditino mais de acordo com a regra primitiva. Outras reformas (como a camaldulense, a olivetana ou a silvestriana), buscaram também dar ênfase a diferentes aspectos da Regra de São Bento (SASTRE SANTOS, Eutimio. La vita Religiosa nella storia della Chiesa e della società. Milano: Ancora, 1997. p. 140).

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Apesar dos diferentes momentos históricos, nos quais a disciplina, as perseguições ou as agitações políticas causaram uma certa decadência da prática da Regra de São Bento, os mosteiros beneditinos conseguiram manter, durante todos os tempos, um grande número de religiosos e religiosas. Atualmente, a ordem posssui cerca de 700 mosteiros masculinos e 900 mosteiros e casas religiosas femininas, espalhados pelos cinco continentes.

Ao descrever na figura do abade, o segundo capítulo da regula parece aludir a própria missão dos fundadores, que “faz as vezes do Cristo, pois é chamado pelo mesmo cognome que Este, no dizer do Apóstolo” (cf. Rm 8,15; Gal 4,6; SÃO BENTO DE NÚRCIA. Regra de São Bento. Bilingue. Trad. João ENOUT. 2 ed. Rio de Janeiro: Lumen Christi, 1990. p. 21). Em São Bento verifica-se ademais a diferença que há entre o fundador e o patriarca. Este último é uma espécie de ilustre fundador, a cuja família vê-se agregar congregações diversas ao longo dos séculos, como ocorreu posteriormente com São Francisco e São Domingos. Estes fundadores-patriarcas não fundaram todas numerosas congregações de votos simples que portam seu nome, mas essas instituições se nutrem de seu espírito e carisma.

Para Monsenhor João Scognamiglio Clá Dias (2008), “o essencial da obra de Bento de Núrsia consistiu em fermentar uma sociedade cindida por revoltas, crises e guerras, transformando-a, aos poucos, na era ‘em que a filosofia do Evangelho governou os Estados’”[1]. Para Daniel Rops, a obra de São Bento realizou na prática sobre todo o mundo medieval o pensamento e o objetivo de Santo Agostinho (ROPS, 1991). Llorca afirma que,

“No grande eclipse da civilização antiga que sobreveio no tempo das invasões, apenas permaneceu outra luz, excetuando o florescente império visigótico, que aquela que teve de se refugiar na brilhante constelação de mosteiros espalhados pela França e os países setentrionais, especialmente na remota Irlanda. Os monges foram os transmissores do saber antigo para os séculos futuros” (LLORCA ET AL., 2003, v.2, p. 254, tradução minha).

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História de São Bento de Núrsia – O varão do qual nasceu uma civilização (Português)

Historia de San Benito, abad y patriarca de las religiones monacales de occidente (Español)


[1] Cf. Leão XIII, Immortale Dei, IV, 28. Disponível em: <www.vatican.va>. Acesso em: 18 mar. 2008.

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Memória 11 de julio

P. Juan Croisset, S.J.

San Benito, tan célebre en todo el orbe cristiano, luz del desierto, apóstol del monte Casino, restaurador de la vida monástica en el Occidente, uno de los más ilustres y de los mayores santos de la Igle­sia, nació por los años de 480 en las cercanías de Nursia, del ducado de Espoleto. Su nobilísima casa, una de las más distinguidas de Ita­lia, se hacía respetar en toda ella, así por sus enlaces como por su grande riqueza. El padre, que se llamaba Eupropio, se cree que fue de la casa de los Anicios, y su madre, llamada Abundancia, era condesa de Nursia. San Gregorio, que escribió la vida de nuestro Santo, dice que no sin misterio le llamaron Benito, por las grandes bendi­ciones con que le previno el Señor desde su nacimiento.

Nada hubo que hacer en inclinarle á la piedad, porque las prime­ras lecciones que se le dieron hallaron ya un corazón formado para la virtud. Desde luego se descubrió en él un buen ingenio, nobles in­clinaciones, un natural tan dócil y tales señales de devoción, que á los siete años de su edad le enviaron sus padres á Roma para que se criase en aquella corte á vista del Papa Félix II, que también se cree haber sido de la misma familia.

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Hizo asombrosos progresos en las ciencias humanas por espacio de siete años que se dedicó á ellas; pero fueron mucho más asombrosos los que hizo en la ciencia de la salvación. Ya desde entonces se mi­raba como especie de prodigio su frecuente oración, su inclinación al retiro, su circunspección y las penitencias que hacía en una edad que sólo toma gusto á las diversiones y á los entretenimientos.

Pero sobre todo sobresalía en Benito la tierna devoción que profe­saba á la Madre de Dios. Venérase todavía en el oratorio de San Be­nito de Roma la imagen de la Santísima Virgen, en cuya presencia pasaba muchas horas en oración todos los días; y asegura el beato Alano que delante de ella recibió del Cielo extraordinarios favores.

Habiendo observado las licenciosas costumbres de los jóvenes de su edad y de su esfera, y conociendo los grandes peligros á que es­taba expuesta su salvación quedándose en el mundo, resolvió buscar seguro asilo á su inocencia en el retiro del desierto, y, lleno del espí­ritu de Dios que le guiaba, salió de Roma, siendo de solos quince años; llegó cerca de una aldea llamada Afilo, donde, habiendo hecho un milagro con el ama que le había criado y no había querido apar­tarse de él, halló medio para escaparse secretamente de ella, y por sendas descaminadas se fue á esconder en el desierto de Sublago, á quince leguas de Roma.

Todo conspira á inspirar horror en aquella soledad: los peñascos escarpados, cuyas puntas se escondían á la vista; los precipicios es­pantosos, y un terreno seco, estéril é infecundo; pero el animoso Be­nito halló en ella dulces atractivos. Habiéndole encontrado cierto monje llamado Romano, le preguntó qué buscaba por aquellos de­siertos, y respondióle Benito que un sitio donde sepultarse en vida para no pensar más que en Dios; admirado Romano, le enseñó cierta gruta abierta en una roca, parecida á una sepultura. En ella se en­terró Benito, y Romano le trajo de su monasterio un hábito de mon­je, cuidando también de traerle algunos mendrugos de pan una vez á la semana.

No se pueden comprender las excesivas penitencias que hizo aquel esforzado joven, hé­roe de la religión cristiana, desde los primeros pasos de su penosa carrera. Su ayuno era con­tinuo, su oración casi perpetua, y co­mo si no bastase para mortificación de aquel cuerpecito tierno y delicado no tener más cama que la dura peña, ni apenas otro ali­mento que insípidas y agrestes raíces, se echó á cuestas un áspero cilicio, de que no se desnudó en toda la vida.

Estremecióse el Infierno al ver tan­tas virtudes en el jo­ven solitario, y des­de luego comenzó el enemigo común á valerse de todo género de artificios para desalentarle. Dio principio  á la batalla haciendo pedazos una campanilla pendiente de una cuerda larga, con que Romano prevenía á Benito para que acudiese á reco­ger los mendrugos de pan que le descolgaba; pero la caridad, que es ingeniosa, halló arbitrio para continuar en su ejercicio. A esto se siguieron ruidos, fantasmas y otras cien estratagemas, que, habién­dolos experimentado igualmente inútiles, acudió por último recurso á la tentación más vehemente, y también más peligrosa.

Burlábase Benito, lleno de confianza en Jesucristo, de todos los vanos esfuerzos del demonio, cuando la memoria ó la imagen de una doncella que había visto en Roma se le imprimió tan vivamente en la imaginación, le inquietó tanto y le apuró con tal vehemencia, que para librarse de ella se desnudó el santo joven con animoso de­nuedo, y, corriendo á arrojarse entre una espinosa zarza, en ella se revolcó hasta que el extremo dolor que sentía mitigó del todo los ímpetus del deleite con que el tentador había querido derribarle. Quedó para siempre vencido y avergonzado el espíritu impuro, y premió el Cielo la generosa fidelidad de su siervo concediéndole el singular privilegio de que no volviese á experimentar en adelante semejantes tentaciones.

Hacía tres años que Benito vivía en el desierto, más como ángel que como hombre, cuando quiso el Señor darle á conocer al mundo.  A legua y media de su gruta ó de su cisterna habitaba un santo clérigo que en la víspera de Pascua había hecho disponer comida algo más abundante para el día siguiente, en honor de tanta festivi­dad. Aquella noche se le apareció el Señor en sueños, y le dijo que al otro día buscase á su siervo en el desierto y le llevase de comer; hízolo así el buen sacerdote, y quedó atónito cuando se halló con un mancebo tan delicado y vio la espantosa penitencia que hacía; y sin poderse contener, publicó lo que había visto; siendo ésta la ocasión de que comenzase la fama de Benito á divulgarse y hacer ruido en el mundo.

Murió por este tiempo el abad del monasterio de Vicovarre, entre Sublago y Tívoli; y habiendo nombrado los monjes á Benito por superior suyo, aunque se resistió cuanto pudo, alegando muchas razo­nes, no fue oído y le obligaron á encargarse del gobierno del mo­nasterio. Pero apenas comenzó el santo abad á querer enderezarlos por el camino estrecho de su profesión, cuando se arrepintieron de: la elección que habían hecho, negáronle la obediencia y aun inten­taron quitarle la vida con veneno que le echaron en la bebida; mas, al tiempo de sentarse el Santo á la mesa, echó la bendición como acostumbraba, y al punto se hizo pedazos el vaso que contenía el veneno.

Conociendo Benito la perversa intención de aquellos monjes, y pi­diendo á Dios los perdonase, renunció la abadía y se volvió á retirar á su amada soledad, aunque no estuvo solo mucho tiempo; porque á la fama de su rara santidad, concurrió de todas partes tan prodi­gioso número de gente con deseo de entregarse á su dirección y go­bierno, que sólo en el desierto de Sublago fundó doce monasterios, dándoles la regla que acababa de componer, dictada, digámoslo así, por el Espíritu Santo.

Creciendo cada día la reputación de su virtud, venían á verle y á consultarle los más autorizados senadores de Roma, entre los cuales Tertulo trajo consigo á su hijo primogénito Plácido, de edad de siete años, y Equicio á Mauro, que tenía doce, rogando á Benito que se encargase de educarlos. Aplicóse á ello con tanto cuidado, que en poco tiempo, de aquellos dos queridos discípulos suyos, hizo dos grandes santos, habiendo Plácido derramado su sangre por Jesucristo, y siendo Mauro como el segundo fundador de la religión benedictina en el reino de Francia.

No hay virtud sin persecución. Gobernaba la parroquia inmediata al desierto de Sublago un mal sacerdote llamado Florencio, que, no pudiendo sufrir tan heroicos ejemplos de virtud, como muda repren­sión de los desórdenes secretos de su estragada vida, no contento con desacreditar cuanto podía el nuevo instituto, ni con perseguir al padre y á los hijos, intentó con diabólicos artificios armar infames lazos á la pureza de los monjes. Juzgó el Santo que dictaba la pru­dencia ceder á la tempestad; y desamparando el desierto de Subla­go se fue al monte Casino, donde el Cielo le tenía prevenida una mies más abundante y donde, á título de fundador de una religión tan célebre entre todas las que ilustran á la Iglesia del Señor, había de añadir el de apóstol.

Habíanse como atrincherado entre las inaccesibles montañas del Casino algunas miserables reliquias de paganismo, adorando impu­ne y públicamente al dios Apolo, en cuyo honor se conservaba un templo y algunos bosques sagrados á vista de la misma Roma cris­tiana. Encendido Benito de aquel espíritu que anima y forma los héroes del Evangelio, ataca á la idolatría en sus mismas trincheras, derriba el templo, hace pedazos el ídolo, abrasa los bosques consa­grados á las mentidas deidades, levanta sobre las mismas ruinas del templo y del altar dos capillas, una en honra de San Juan Bautista y otra en la de San Martín, y en pocos días convierte á la fe á todos aquellos pueblos.

Armóse, dice San Gregorio, todo el Infierno junto para detener las rápidas conquistas de nuestro Santo. Espectros horribles, aullidos espantosos, terremotos, amenazas, incendio, granizo, piedra, de todo se valió el enemigo de la salvación; pero de todo inútilmente. Sobre la eminencia de aquella montaña fundó Benito el famoso mo­nasterio de Monte Casino, venerado siempre como solar y centro de aquella célebre religión que brilla tanto en la Iglesia de Dios más ha de mil doscientos años, habiendo dado á los altares más de tres mil santos, á las diócesis un número casi infinito de insignes prelados, al Sacro Colegio más de doscientos cardenales, á la Silla Apostólica cuarenta sumos pontífices, donde hasta el día de hoy se admiran y se veneran en las célebres congregaciones de Cluni, de Monte Casino, de San Mauro, de San Vanes, de San Columbano (sin que á ninguno ceda la de España é Inglaterra), tan grandes ejemplos de virtud y escritores tan hábiles y tan sobresalientes en todo género de letras.

Aun no se había acabado el nuevo monasterio, cuando fue menes­ter levantar otros muchos, siendo éste el tiempo en que San Benito, compuso, ó á lo menos perfeccionó aquella santa regla, cuya pru­dencia, sabiduría y perfección alaba tanto San Gregorio, habiendo merecido no sólo la aprobación, sino el respeto de toda la Iglesia.

Movida Santa Escolástica, hermana de San Benito, así de los grandes ejemplos de virtud como de las maravillas que obraba el Señor por medio de su santo hermano, determinó dejar el mundo; y encerrándose con otras doncellas en un monasterio distante algunas leguas de Monte Casino, fue también, con la dirección de nuestro Santo, fundadora de la vida monacal en el Occidente, respecto de las mujeres.

No es fácil referir todo lo que hizo Benito los trece ó catorce años que vivió en Monte Casino, ni todos los prodigios que se dignó Dios obrar por su ministerio. No sólo poseía el don de milagros, sino que lo comunicaba á sus monjes, como lo experimentó Mauro, que se metió por una laguna, sin hundirse en ella, á sacar á San Plácido por orden de su maestro.

De todas partes concurrían tropas de gente á venerarle. Y desean­do Totila, rey de los godos en Italia, conocer á un hombre de quien publicaba la fama tantas maravillas, vino á verle; pero al mismo tiempo, para probar si estaba dotado del don de profecía que tanto se celebraba, mandó á un caballerizo suyo que se vistiese de los adornos reales y de todas las insignias de la majestad; mas luego que Benito le vio con aquel equipaje, le dijo con dulzura: Deja, hijo mío, esas insignias que no te convienen, y no te finjas el que no eres. Asombrado Totila de la maravilla, corrió á arrojarse á los pies del Santo, á los que estuvo postrado hasta que Benito le levantó; y ha­biéndole reprendido respetuosamente los horribles estragos que ha­bía hecho en Italia, le pronosticó cuanto le había de suceder por espacio de nueve años, exhortándole á convertirse, y diciéndole que al décimo iría á dar cuenta á Dios de toda su vida. Verificó el suceso toda la profecía del Santo, y, procediendo Totila en adelante con ma­yor moderación y humanidad, no cesaba de publicar la virtud del siervo de Dios.

Siendo San Benito la admiración de todo el mundo, y respetándole los sumos pontífices, los emperadores y los reyes como el asombro de su siglo, vivía en el monasterio como si fuera el último de los mon­jes. Sólo se valía de su autoridad para ejercitarse en los oficios más humildes, y para exceder en mucho la austeridad de la regla. No obstante que el Señor parece había puesto debajo de su dominio á todo el Infierno, y que la misma muerte le obedecía, era, con todo eso, humildísimo, teniéndose por el más mínimo de todos los monjes, y acreditando con su proceder que así lo creía. Pronosticó el día de su muerte, y se dispuso para ella con nuevo fervor y ejercicios de penitencia. Seis días antes mandó abrir la sepultura; y, en fin, el sá­bado antes de la Dominica de Pasión, á los 21 de Marzo del año 543, siendo de solos sesenta y tres años no cumplidos, pero consumido de los trabajos y mortificaciones; lleno de méritos, y logrando el con­suelo de ver extendida su religión en Sicilia por San Plácido, en Francia por San Mauro, y en España, Portugal, Alemania y hasta en el mismo Oriente por otros discípulos suyos, rindió tranquilamen­te el espíritu en manos de su Criador, en la misma iglesia de Monte Casino, donde se había hecho conducir para recibir el Santo Viático.

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En el mismo punto que expiró, dos monjes que vivían en dos monasterios muy distantes vieron un camino muy resplandeciente que daba principio en Monte Casino y terminaba en el Cielo, y al mismo tiempo oyeron una voz que decía: Este es el camino por donde Beni­to, siervo amado de Dios, subió á la Gloria. El cuerpo del Santo estuvo por algunos días expuesto á la veneración de sus hijos y de todo el pueblo, y después fue enterrado en la sepultura que él mis­mo había mandado abrir, donde se conservó hasta el año 580, en que fue destruido el monasterio de Monte Casino por los lombardos, como lo había profetizado el mismo Santo, quedando sepultadas en­tre sus ruinas aquellas preciosas reliquias. Dícese que el año 660, habiendo pasado á visitar el Monte Casino San Algulfo por orden de San Momol, segundo abad del monasterio de Fleuri, llamado hoy San Benito sobre el Loyva, tuvo la dicha de desenterrar aquel teso­ro, y, trayéndole á Francia, le colocó en su monasterio, donde se tiene con singular veneración, honrando el Señor las sagradas reli­quias con los innumerables milagros que hace cada día.